Dogmática administrativa y Derecho Constitucional: el caso del servicio público

"Dogmática administrativa y Derecho Constitucional: el caso del servicio público", es un artículo de Antonio Troncoso Reigada, publicado en la Revista Española de Derecho Constitucional (Año 19. Núm 57. Septiembre - Diciembre 1999).


El Derecho administrativo, si bien ha cumplido un importante papel como límite al poder en ausencia de norma constitucional, tiene que ser reformulado a partir de la aprobación de la Constitución de 1978. La interpretación constitucional no puede ser una actividad de encaje de significados previos y de categorías dogmáticas mantenidas en obras científicas. Muchas de estas categorías, que fueron válidas durante años, han de ser revisadas a la luz del ordenamiento constitucional y de las transformaciones en la realidad económica y legislativa. Los conceptos administrativos tradicionales no son límite al legislador y no siempre sirven para comprender lo que éste hace.

No existe una noción clara de servicio público, ni en la doctrina administrativa previa a la Constitución, ni a partir del propio texto constitucional. La Constitución se mantiene ajena al concepto de servicio público. En todo caso, se puede afirmar que la noción más extendida es aquella que se utiliza para describir una actividad de titularidad pública, que la Administración ejerce, bien directamente, bien a través de particulares concesionarios, noción esta que, además, encuentra acogida en el artículo 128.2 segundo párrafo CE. Por otra parte, la categoría del servicio público ha sido también utilizada para aludir a una función de interés general desarrollada por los poderes públicos. Ahí se encuadraría la actividad de las Administraciones prestacionales previstas en la Constitución —centros educativos públicos, Seguridad Social, medios públicos de comunicación—.

Los servicios públicos tradicionales se han visto afectados por el Derecho comunitario que ha establecido como regla general la liberalización de la economía —la depublicatio— y el sometimiento de la actividad económica al Derecho de la competencia. Han aparecido así unos servicios de interés económico general que se caracterizan —y se diferencian de los servicios públicos tradicionales— porque la actividad no es de titularidad pública sino que es ejercida por los particulares en régimen de libertad y que la prestación de interés general no es desarrollada por los poderes públicos sino por los particulares. Por tanto, la regla general es que esta actividad considerada de interés general sea desarrollada libremente en el mercado. Ahora bien, cuando esta actividad no va a ser cubierta por el empresario atendiendo a su propio interés comercial, los poderes públicos podrán imponer a las empresas obligaciones de servicio universal, que se desarrollarán también en régimen de libre competencia, aunque con una mayor intensidad de regulación. Sólo en última instancia se recurre al régimen de exclusiva —y a la supresión de la competencia— para garantizar las prestaciones vitales necesarias. Es decir, sólo se suprime el derecho de la competencia cuando ésta impida de hecho o de derecho la actividad de interés general —artículo 86.2 TCE—. De esta forma, la práctica totalidad de los servicios públicos tradicionales han sido despublificados a partir de distintas Leyes y normas comunitarias y han sido sustituidos por servicios de interés económico general, lo que evita el riesgo de que la renuncia a los servicios públicos deje abandonadas zonas o capas sociales donde los servicios no sean rentables en un régimen de mercado. En ese caso, la llamada «garantía pública» del servicio sólo se extiende a la regulación y al control externo de la actividad por parte de los poderes públicos. Los servicios de interés general no son iniciativas públicas —sólo excepcionalmente los prestan empresas públicas—, a menos que se califique como tal las obligaciones impuestas a los particulares. Se tendría que hablar mejor de servicios con garantía social. Los particulares van a desarrollar estos servicios —porque se piensa que lo hacen mejor— y los poderes públicos cumplen su función propia, que es ordenarlos y supervisarlos, y, en casos puntuales, financiarlos.

La pregunta debe ser ahora si la categoría del servicio público sirve para las nuevas realidades legales y económicas, y, en caso contrario, donde encontrarían éstas su encaje jurídico. Parece que la categoría del servicio público, que sirvió para permitir la intervención directa del Estado en la economía y describía una realidad de titularidad pública de las actividades —concesiones limitadas, monopolios— no puede ser la misma a la que vaya a ser empleada para explicar la retirada del Estado de la economía hacia funciones de regulación exterior, dejando paso a un sistema abierto de libertad de empresa —con autorizaciones regladas—, con libre competencia y sin reserva de titularidad de la actividad en beneficio del Estado. La misma noción de servicio público que define la titularidad pública de la actividad de radiodifusión o la actividad objetiva de prestación social de empresas públicas no puede servir para explicar la liberalización de las telecomunicaciones o la actividad de interés general de empresas privatizadas. La cuestión consiste ahora en saber si la categoría del servicio público va a sobrevivir a su objeto de estudio. A nuestro parecer, no se puede mantener una categoría que es incompatible con la realidad legal y económica. No se debe meter el vino nuevo de la liberalización comunitaria de los mercados en los odres viejos de la categoría del servicio público. Los conceptos tienen que servir para explicar la realidad legislativa y pueden dejar de ser válidos cuando esta realidad cambia. Si se mantienen, contribuyen frecuentemente a distorsionar la compresión de esta realidad y a la hiperformalización de los sistemas jurídicos.

Desaparecido el servicio público —salvo para las actividades reservadas—, parafraseando a Soledad Puértolas, aún nos queda el Derecho Constitucional, que reconoce derechos fundamentales y proclama un Estado social. El servicio público es una de las tecnificaciones jurídicas posibles del Estado social, pero no es una exigencia constitucional. Los constituyentes no asumieron una única forma de materializar la preocupación social del Estado. Esto sería incompatible con el principio democrático y con el pluralismo ideológico del Estado constitucional. Así, los derechos sociales no se satisfacen únicamente a través de una actividad prestacional de los poderes públicos, sino también mediante una actividad reguladora de los mismos que garantice estos derechos, imponiendo límites a la libertad de empresa. La socialización del Estado vendrá, así, de la mano de las funciones públicas de soberanía. La finalidad social a la que van destinadas ahora estas funciones públicas no justifica la configuración de una nueva categoría, ya que los instrumentos de Derecho público que utiliza el Estado para organizar y asegurar los servicios de interés económico general no son diferentes a los tradicionales de la Administración de soberanía. La actividad que desarrollan los poderes públicos dentro de los servicios de interés económico general encontraría su explicación, no en la categoría del servicio público, sino en la reserva de Administración del artículo 97 CE. El servicio público deja de ser el único mito legitimador de la acción del Estado y la única justificación válida a las restricciones de las libertades personales adoptadas por los poderes públicos. El concepto de derecho fundamental y su vertiente objetiva, la propia noción del Estado social son el relevo constitucional a la vieja categoría administrativa y a la superación de la separación rígida Estado—sociedad, permitiendo la intervención reguladora y limitadora de los poderes públicos sobre las libertades económicas individuales.

Hay que tener la suficiente honradez científica para reconocer que algunas categorías a las que hemos dedicado nuestro esfuerzo intelectual y que nos han acompañado en el trabajo universitario y en el estudio durante años son incompatibles y ya no sirven para explicar la realidad legislativa y económica. Son, en ese caso, las categorías las que se deben adaptar a las épocas, y no viceversa. No podemos tratar de acomodar la realidad legislativa a las construcciones académicas. Posiblemente no estemos ante el fin de la historia, pero sí estamos ante el fin de los servicios públicos, categoría que, con sus logros y con sus defectos, viene a ser sustituida por el uso de conceptos constitucionales como los ya mencionados o de Derecho comunitario, como el de servicio de interés económico general. Esto último nos recuerda que la dirección política de la economía es cada vez menos un problema nacional o una cuestión de Derecho interno y más una cuestión común de los países de la Unión Europea, lo que lleva a una última reflexión. En nuestro país, no se ha producido un debate político amplio sobre lo que significaba la integración comunitaria o sobre la ratificación del Tratado de Maastrich. Esto es relevante, no tanto por lo que ha subrayado Pérez Tremps acerca de los déficit de habilitación constitucional —de técnica jurídica— para el poder de integración que hubiera justificado una reforma constitucional, sino sobre todo por el hecho de que la ratificación del Derecho Comunitario originario y su carácter de ordenamiento jurídico interno no sólo ha transferido poder político a instancias comunitarias sino que ha recortado gravemente el pluralismo de la Constitución económica. Poca intervención pública directa en la economía cabe a partir de los artículos 81 y sigs. TCE. Ha quedado reducido así la libertad del legislador —y, por tanto, el principio democrático— sin el necesario debate y control político (159).